jueves, 28 de abril de 2011

El aliento negro de Dios (Manuel Nonídez).

Tengo que reconocer que, cuando El aliento negro de Dios llegó a mis manos, mi primera impresión fue de rechazo: una novela histórica escrita con el lenguaje y el estilo del Siglo de Oro, ganadora de un premio literario poco conocido (Premio Drakul de Novela 2007)... Su autor, Manuel Nonídez, me era desconocido, aunque según la solapa del libro tiene una larga carrera literaria.

Tiene que ser difícil para un autor escribir sin altibajos una novela de más de 400 páginas en un estilo tan alejado (supongo) del propio, pero Manuel Nonídez no sólo lo logra, sino que lo ha hecho con una soltura que ya quisieran para sí muchos narradores contemporáneos: La novela se lee de corrido; no se hace pesada en ningún momento. Al parecer, el autor estudió durante cuatro años los escritos de la época, no sólo para documentarse, sino para empaparse del castellano que se escribía entonces. Quizá un especialista pueda encontrar errores, imperfecciones y anacronismos en la novela, no lo dudo, pero a mí me parece una recreación excelente. Da el pego. Es una novela, no un tratado de filología.

El aliento negro de Dios narra en primera persona la vida de un joven soldado que participa en la expedición de conquista del Imperio Azteca de Hernán Cortés. Nonídez alterna las aventuras y desventuras de su personaje con el relato de los hechos históricos que sirven de marco a la novela. Es posible que la novela peque de ser didáctica en exceso, pero también en esto se nota la habilidad del autor; es de agradecer, por ejemplo, que el autor no hace a su personaje protagonista de todos los hechos históricos que narra: participa, a veces decisivamente, en unos; es testigo de otros; y de algunos sólo tenemos noticia por los relatos que le hacen otros personajes. La verosimilitud de la historia sale ganando.

Es en el final de la novela donde al autor "se le va la mano" para sorprender al lector con una pirueta argumental tan rebuscada como innecesaria. Este tipo de desenlace inesperado se está haciendo demasiado frecuente tanto en la literatura como en el cine y la televisión, como si la única intención de las novelas (o de las películas) fuese sorprender al lector (o espectador) en el último minuto. Lo que no llego a entender es cómo casa esto con la extensión cada vez más excesiva de esas mismas novelas y películas.

En resumen, El aliento negro de Dios es una novela entretenida, bien escrita y bien documentada. Muy recomendable.

lunes, 18 de abril de 2011

Los tres impostores (Arthur Machen).

Si uno lee una biografía de Arthur Machen, verá que es uno de los pioneros de los relatos de terror fantástico y de la novela gótica y, por ello, de su referencia por antonomasia, HP Lovecraft.
En efecto, Los tres impostores tiene en alguno de sus episodios un aire a Lovecraft, especialmente en aquellos relatos en los que presenta la desigual lucha del hombre contra una naturaleza arcana e indomable, aunque no llega a transmitir la atmósfera densa y opresiva que caracteriza las mejores obras del escritor de Providence. Cierto es que según parte de la crítica, Los tres impostores no es una de las más recomendables obras de Machen, aunque al ser la única que yo he leído (todo se andará), no puedo hacer comparaciones, por lo que mi referencia a ella hace abstracción del resto de su bibliografía y de las comparaciones que inevitablemente dejan en mal lugar a uno de los factores.
Porque Los tres impostores no es una obra del nivel de las que han dado justa fama a HP Lovecraft. Su estructura narrativa, forjada con la suma de relatos independientes narrados por personajes que aparecen dentro del principal, acaba siendo poco atractiva. Tiene la novela una estructura circular, en la que sus diferentes episodios vienen a confluir en un final común que, a su vez, devuelve al lector al inicio de la narración, con lo que, si la lectura se prolonga durante varios días, se le obliga a releer lo que en principio leyó para devolver al relato una cierta unidad narrativa. Según he leído, ello se debe a que toda la novela la construyó Machen como excusa para dar al relato titulado El polvo blanco un empaque mayor que el de un simple cuento de unas pocas hojas. Esto obligó, como es natural, a incluir más de una página de relleno para dar una cierta consistencia a la narración.
Pero el argumento (o más bien, los argumentos) tampoco es excesivamente original (al menos leído desde nuestros días), dejando en muchas ocasiones un poso de desilusión en el lector acostumbrado a los vericuetos narrativos de un Lovecraft, un Stevenson o un London, sin ir más lejos.
De todo esto, puede deducirse que es una lectura prescindible. No obstante, dado que el precio de la novelita editada por Alianza editorial, no llega a los 8 euros, es una buena oportunidad para que los amantes del género amplíen sus referencias. Creo que tan pequeña inversión puede, en este sentido, merecer la pena.

martes, 12 de abril de 2011

El hombre más buscado (John Le Carré).

John Le Carré no es sólo un clásico de la novela de espionaje, sino que su conocimiento profundo del mundo que describe (no olvidemos que él mismo fue espía) dio a este género un plus de credibilidad tantas veces ignorado por otros autores, más cercanos a las absurdas correrías de James Bond que a la cruda realidad de los servicios de inteligencia.
Y digo esto, porque uno puede abrir una novela de Le Carré sin miedo a perder el tiempo, sin miedo a terminarla tal y como la empezó, sin miedo a no haber aprendido nada del impenetrable tema del que trata, tan ajeno a la vida ordinaria de las personas de bien. Especializado en la época de la Guerra Fría, que tan magistralmente glosó, Le Carré ha sabido adaptar su relato a los nuevos tiempos, con un orden mundial lejano a la maniquea bipolaridad Este-Oeste, poniendo encima de la mesa las oscuras y sutiles facetas del concierto internacional actual, tal y como ya hizo con El jardinero fiel.
Precisamente, en El hombre más buscado, Le Carré entra de lleno en la paranoia que sacudió el mundo occidental tras los atentados islamistas contra las Torres Gemelas. Y lo hace desde la más absoluta objetividad, dando a cada uno lo suyo: a los islamistas radicales su afición al asesinato indiscriminado; a los servicios secretos su cínica propensión a desconfiar, poniendo en evidencia la incompetencia que de ordinario demuestran, la cual queda sin castigo si se exceden de precavidos pero no al contrario (con lo que la solución es obvia: primero mata y luego investiga); a los gobiernos occidentales su deseo de no disgustar al “amigo” americano, estando dispuestos a lo que sea para no ser tachados de sospechosos, tibios o reluctantes; y a las ONG, cuyo amateurismo a veces dificulta una solución, seguro que más heterodoxa, pero quizás más simple y efectiva.
En el argumento de la novela se relacionan muy acertadamente los residuos que dejó la antigua URSS, el blanqueo de capitales de la honesta banca occidental, el islamismo moderado, el islamismo radical, la dura (y a veces ingenua) labor de las ONG, los servicios secretos, siempre modulados en su eficacia por las ambiciones personales de sus componentes, ya sean políticos o técnicos.
Los personajes principales, ciertamente estereotipados (desde la bienintencionada abogada, al musulmán santurrón, pasando por el banquero entre codicioso y confiable y toda la suerte de cínicos espías de mayor o menor graduación), cumplen la función de desarrollar la trama a la perfección, si bien es cierto que el triángulo pseudo-amoroso que se establece entre los tres primeros, resulta tan innecesario como poco creíble (¡basta ya de que los protagonistas siempre se enamoren!).
Todo ello para llegar a la pesimista conclusión de que nuestras vidas pueden quedar, por mero accidente, al albur de una decisión precipitada o excesivamente precautoria de la gentuza sin escrúpulos que dirige los servicios de inteligencia. Porque quien lea El hombre más buscado, podrá llegar a concluir que, si bien es una suerte ser ciudadano de un país de primera división en cuanto al respeto de los derechos humanos, esta casilla de partida puede quedar en una mera anécdota si las cosas se acaban por torcer y, como en el juego de la oca, caes al pozo. Aunque peor aún es ser un pobre y desgraciado musulmán en busca de asilo.

viernes, 8 de abril de 2011

El cementerio de Praga (Umberto Eco).

De “sinfonía maligna” calificó el Vaticano la última obra de Umberto Eco, El cementerio de Praga, haciéndole una publicidad tan gratuita como impagable. Porque ¿quién se va a resistir a leer una novela así recomendada por Su Santidad? Efectivamente, en ella Eco ataca algunos de los comportamientos más indecentes de la Iglesia, cuya jerarquía está de costumbre más preocupada por lo terrenal que por lo espiritual (o, como aquí, conquista a navajazos en la tierra su lugar en el cielo).
He visto también descalificaciones desde la otra orilla de la religión, la judía, tachándole de apologeta del antisemitismo. Yo creo que éstos, o bien no la han leído, o, si lo han hecho, no han entendido nada, pues El cementerio de Praga no es sino un furibundo ataque contra toda la tradición europea de antisemitismo, así como contra la manipulación a la que se somete al pueblo creándole falsos enemigos para obtener una sumisión inexplicable desde otros parámetros.
El punto culminante de la obra está, precisamente, en esta conversación que mantiene el infame protagonista con un espía ruso, que se pone en contacto con él, reputado falsificador, para encargarle algún documento que permita criminalizar a los judíos:
—¿Por qué tenéis como objetivo en especial a los judíos?

—Porque en Rusia hay judíos. Si estuviera en Turquía mi objetivo serían los armenios.

—Así pues, queréis la destrucción de los judíos, como, quizá lo conozcáis, Osmán Bey.

—Osmán Bey es un fanático y, además, es judío también él. Mejor mantenerse alejados. Yo no quiero destruir a los judíos, osaría decir que los judíos son mis mejores aliados. A mí me interesa la estabilidad moral del pueblo ruso y no deseo (y no lo desean las personas que pretendo complacer) que este pueblo dirija sus insatisfacciones hacia el zar. Así pues, necesita un enemigo. Es inútil ir a buscarle un enemigo, qué sé yo, entre los mongoles o los tártaros, como hicieron los autócratas de antaño. El enemigo para ser reconocible y temible debe estar en casa, o en el umbral de casa. De ahí los judíos. La divina providencia nos los ha dado, usémoslos, por Dios, y oremos para que siempre haya un judío que temer y odiar. Es necesario un enemigo para darle al pueblo una esperanza. Alguien ha dicho que el patriotismo es el último refugio de los canallas: los que no tienen principios morales se suelen envolver en una bandera, y los bastardos se remiten siempre a la pureza de su raza. La identidad nacional es el último recurso para los desheredados. Ahora bien, el sentimiento de la identidad se funda en el odio, en el odio hacia los que no son idénticos. Hay que cultivar el odio como pasión civil. El enemigo es el amigo de los pueblos. Hace falta alguien a quien odiar para sentirse justificados en la propia miseria. Siempre. El odio es la verdadera pasión primordial. Es el amor el que es una situación anómala. Por eso mataron a Cristo: hablaba contra natura. No se ama a nadie toda la vida, de esta esperanza imposible nacen el adulterio, el matricidio, la traición del amigo… En cambio, se puede odiar a alguien toda la vida. Con tal de que lo tengamos a mano, para alimentar nuestro odio. El odio calienta el corazón.


El cementerio de Praga, pese a estar ambientado en siglo XIX, es rabiosamente actual, pues de todo lo que en ella se habla puede encontrarse fiel reflejo en nuestros días. Sustitúyase al judío por el (y aquí ponga a su fobia habitual) y ya lo tenemos. Cámbiese la creación de documentos inculpatorios por la tertulia radiofónica o por la manipulación informativa, y llegaremos al mismo sitio. Sustitúyase el linchamiento físico del diferente por la difamación del adversario, e identificaremos ambas épocas.
Como lector me apena no tener una mejor formación sobre la época en la que se desarrollan los acontecimientos para poder apreciar todos los matices de la obra ya que, aunque algunos de los episodios históricos que relata me son conocidos (el caso Dreyfus), de otros no tenía apenas noticia previa.
Recomiendo la lectura de la novela, adornada con unos grabados también interesantes, sobre todo por el mensaje que propaga que, no por conocido, deberíamos dejar de tener presente. Sírvanos lo aprendido en ella para no dejarnos arrastrar por los pogromos que cada día se nos sirven para desayunar por muchos de los medios de (des)información que tenemos la desdicha de padecer.
En el debe de la obra está la conformación del relato como novela histórica, género que ya me parece tan sobre explotado como cargante. La novela histórica se está convirtiendo en una trampa (en el buen sentido de la palabra) para el lector, porque, si bien son a menudo sorprendentes las intrahistorias reales que explican cada acontecimiento histórico, permitirse inventarlas convierte al escritor de ficción en un claro ventajista.

lunes, 4 de abril de 2011

El mundo (Juan José Millás).

El otro día me crucé con Juan José Millás por la Gran Vía. Supongo que iba a la SER, al programa La ventana, donde colabora. Eso me hizo recordar la última novela suya que he leído: El mundo. Curiosamente es otro Premio Planeta, como el ya comentado Riña de Gatos, y también curiosamente, al igual que éste, puede recomendarse sin temor a defraudar (aunque hay gente para todo).
Es una novela autobiográfica, como reconoce el autor, situada en los años de su preadolescencia, con toda la carga de añoranza, positiva y negativa, que nos suelen traer esos años en los que todo es nuevo y todo nos produce miedo o plantea un reto. Bien es cierto que los recuerdos personales a otros pueden aburrir, y que puede caerse en la tentación de, a la manera freudiana, convertir esas vivencias en la coartada perfecta para explicar neurosis particulares poco justificables (y quizás haya algunos pasajes de la obra por ello más difícilmente digeribles), pero eso es lo de menos. De lo que se trata es de buscar un punto de arranque de un relato creíble y bien estructurado. Y creo que El mundo lo es.
Al tiempo de redactar estas líneas he releído algunas declaraciones de Millás sobre la obra, porque hay una parte de la novela que siempre me pareció un ajuste de cuentas con sus padres, seguramente ignorantes de la gravedad de determinados hechos que relata y que hoy llevarían a sus autores ante los tribunales, pero que en la época eran para los niños, desgraciadamente, el pan nuestro de cada día (sirva esto como excusa para ellos y para todos los padres que en el mundo han sido: la diferente valoración del sufrimiento propio y del ajeno -especialmente el de los niños). Y, efectivamente, confiesa el autor que tuvo que esperar a su muerte para referir esos duros acontecimientos. Como indica en el primer párrafo de la novela, la literatura es como el bisturí eléctrico que manejaba su padre: “cauteriza la herida en el momento mismo de producirla”. Seguramente desde este punto de vista es desde el que hay que entenderla: como todas las obras de este género, suele ser más valiosa para quien la escribe que para quien la lee, pero seguramente de ahí parte su interés. Porque, sí, a todos nos importa un bledo quién fuera el mejor amigo de Millás cuando tenía 10 años o a qué se dedicaba su padre, pero lo que tiene valor es relatarlo y hacerlo bien, como dije en mi crítica de El pibe que arruinaba las fotos.

viernes, 1 de abril de 2011

Nuestro amigo común (Charles Dickens).

Última obra completada por Charles Dickens, en la que el autor disecciona una vez más la sociedad victoriana que le tocó vivir, esta vez desde el punto de vista del dinero, su significado social y su capacidad para trastocar los valores de las personas y modificar sus actitudes.
El elenco de personajes es extenso y a lo largo de la obra, éstos sufren constantes variaciones en su caracterización, a veces a mejor (Bella Wilfer, aunque no termine de caernos muy bien esta interesada señorita), a veces a peor (Mr. Boffin, “el basurero de oro”), si bien, para que todo acabe bien, como es imperativo en las obras de Dickens, se vea forzado el autor a una explicación rocambolesca para rescatar a este simpático personaje de la siniestra deriva que sufre a mediados de la obra (supongo que era una demanda del público dickensiano de la época).
Para Italo Calvino es la mejor obra de Dickens, y no seré yo quien le contradiga, aunque a mí, las dos obras que más me han gustado son Los papeles póstumos del club Pickwick y, sobre todo, la egregia Martin Chuzzlewit, que recuerdo con añoranza -algún día la releeré-, y que me hizo disfrutar durante muchas tardes del invierno de 1980-81. Aprovecho, pues, para recomendarla encarecidamente desde estas líneas, aun cuando parte de la crítica la califique, injustamente, de obra menor (y cómo no recordar el Cuento de Navidad, de visita obligada en “esas fechas tan entrañables”, aunque sea en dibujos animados de Disney).
Volviendo a Nuestro amigo común, y como suele suceder en muchas de las obras de Dickens (debido sin duda a su publicación –y pago- por entregas), hay pasajes en los que el autor divaga por tramas colaterales de menor interés, pero en conjunto, es una novela que merece una buena lectura. Abandonada la idea de una clasificación innecesaria, es claro que nos encontramos ante una obra magna de uno de los mayores genios de la literatura mundial de todos los tiempos. Y con esto, y con una genuflexión ante Don Carlos, debería bastar.
Así pues, si esta Semana Santa viene lluviosa, no caigas en la trampa de arrojarte en brazos de los voluminosos éxitos editoriales del momento. Aprovecha la reedición de la obra que ha puesto en el mercado Random House en dos de sus sellos editoriales: DeBolsillo, este mismo año (12 eurillos) y Mondadori  el año pasado en una (cara -30€) edición en tapa dura; búscate un sillón cómodo con mantita y dale un buen empujón. No te arrepentirás.