lunes, 25 de noviembre de 2013

Mira si yo te querré (Luis Leante).

Otra novela premiada. Esta vez por Alfaguara en 2007. El Premio Alfaguara de Novela es un premio muy importante, pues la editorial lo es, y uno esperaría una novela de proporciones épicas. Y no es para tanto. Ni mucho menos. Cierto que entretiene, y nos es cercana en lo afectivo, en cuanto que nos traslada a la época de la descolonización del Sahara Español (o su invasión por Marruecos, que es lo mismo) y nos da unas pinceladas de la vida en la provincia, sobre todo la de los soldados españoles, no sé hasta qué punto realista. Pero si en lugar de tratarse del Sahara estuviéramos en el Congo de los belgas, no creo que su atractivo para el lector medio español se hubiera mantenido.
 
La estructura de la novela es más que rígida y facilona. Transcurriendo la acción en Barcelona y el Sahara, el autor alterna férreamente los capítulos en uno y otro escenario: capítulos impares en España y pares en África (o viceversa, que no recuerdo bien).
 
La trama es correcta, aunque quizás desmedida, confusa y poco creíble en algún caso, como en la descabellada aventura que corre la protagonista entre ex legionarios, argelinos y saharauis a su llegada a África, en un viaje provocado por una más que extraña coincidencia, que es, precisamente, la que sustenta el argumento de toda la obra: la narración de una gran historia de amor que se mantiene a lo largo del tiempo, la distancia y las clases sociales.
 
El desenlace final, que se pretende sorprendente, se lo huele uno desde que aparece en escena el curioso personaje que lo provoca, aunque ciertamente no deja de ser razonable visto el desarrollo de la novela y las peripecias que sufren los protagonistas.
 
Leí esta novela después de El tiempo entre costuras, que apareció unos años más tarde, y hay algún episodio, sobre todo al principio, que desprende un alarmante tufillo a ese best seller español, quizás porque su autora de alguna manera se inspiró en ésta que comentamos ahora. Afortunadamente, la cosa se remedia en cierta medida, y tenga la tranquilidad el lector de que en la comparación entre ambas novelas, sin duda la de Leante sale vencedora, lo que ya es algo.
 
Precisamente, ahora que también nos castigan en televisión con las peripecias de la costurera espía, echamos de menos una película basada en Mira si yo te querré, pues como base de un guión cinematográfico de película de aventuras, podría tener mayor interés.
En conclusión, no desaconsejo su lectura, pues está correctamente escrita, y las aventuras que narra son entretenidas. Pero no espere el lector más exigente encontrarse con la gran novela de la década, sino con una obra cuidadosamente seleccionada para que su promoción con el premio otorgado le permita una fácil llegada al gran público y, paralelamente, unos ingresos generosos a la editorial. Marketing literario, ciertamente, pero también podría haber sido peor.

viernes, 22 de noviembre de 2013

El lago en las pupilas (Luis Goytisolo).

Luis Goytisolo ha sido recientemente galardonado con el Premio Nacional de las Letras, premio sin duda merecido. Aunque no haya sido por esta novela. La leí hace unos meses y me pareció un relato totalmente prescindible. En algunos momentos parece que va a arrancar en alguna trama verdaderamente interesante, pero la narración no es más que una sucesión de amagos salpicada con anécdotas más o menos simpáticas que en ningún caso dan un empaque de cierto interés a esta novela, afortunadamente corta. Suponemos que hay autores que viven de esto y, por ello, tienen que publicar cada cierto tiempo para pagar el recibo de la luz. Espero lo haya conseguido.

martes, 12 de noviembre de 2013

El insólito peregrinaje de Harold Fry (Rachel Joyce)


Ya he hablado en alguna ocasión de la cada vez más generalizada costumbre, moda, manía o plaga de terminar las novelas (y las películas) con una rebuscada pirueta argumental cuyo único fin es sorprender al lector y demostrarle lo listo que es el autor, que ha sido capaz de tenerle engañado de esa manera. En una novela de misterio, esto aún puede tener un pase, pero la novela que nos ocupa hoy es un drama costumbrista. ¡Un drama costumbrista! Y no se trata sólo de que la autora dosifique la información y se guarde cartas en la manga hasta el final, no. Al fin y al cabo, el autor es soberano y puede estructurar la novela como le plazca. Pero hay que ser honrado. Y esta novela no lo es. A lo largo de la narración, la autora engaña deliberadamente al lector haciéndole creer algo que al final se revelará falso.

He pensado mucho, antes de escribir esta crítica, si desvelar o no esa sorpresa final de la que hablo. Y he decidido que sí. No creo que vaya a estropearle a nadie la novela, y puede que evite a alguien el trago de sentirse, como yo, estafado. Pero si te gusta que te tomen el pelo, no sigas leyendo.

La novela trata de un matrimonio de ancianos roto por un suceso del pasado relacionado con su hijo, que se marchó de casa hace años. Algo de lo que nadie habla. Uno imagina desde el principio que una situación tan dramática sólo puede estar causada por la muerte del hijo, pero se convence de que no es eso cuando la mujer relata al hombre sus conversaciones telefónicas con él y, más tarde, cuando el hombre cree reconocerlo entre una multitud. Pues no, al final es todo mentira. El hijo sí está muerto, y la madre, que no pudo asumirlo, tiene conversaciones imaginarias con él. Puede valer, pero ¿dónde encaja aquí la actitud del padre? ¡Que le ve por la calle, sabiendo que está muerto, y lo vive como lo más natural del mundo! Nada de "no es posible" ni de "estoy viendo visiones"... Y, por supuesto, nada de "pero si está muerto". Porque, para más inri, la novela está escrita desde el punto de vista de un narrador omnisciente (narradora en este caso), que no sólo nos cuenta lo que hacen los personajes, sino también lo que ven, lo que piensan y lo que sienten. ¡Menuda tramposa!

Lo que más me sorprende es que todo el mundo habla maravillas de esta novela. Está bien escrita, sí, pero tampoco es para tirar cohetes. (O sí, visto el nivel medio de lo que se publica.) Y encima que te engañen así. O igual es que yo soy un poco cortito.

miércoles, 8 de mayo de 2013

La cuchara menguante (Sam Kean)


¿Existen dos libros con el mismo título y cuyos autores tienen el mismo nombre? Porque la sensación que me ha quedado al terminarlo es que el libro que yo he leído no puede ser el mismo libro que ha merecido tantas y tan unánimes críticas elogiosas. Lo menos que puedo decir es que me ha decepcionado. Quizá sea porque, debido a esas críticas, lo empecé con unas expectativas demasiado altas.

La primera en la frente. No sé si es culpa del editor español, o en el original pasaba lo mismo: Las notas a pie de página no se encuentran a pie de página, sino que están reunidas al final del libro. Es una cosa muy molesta, porque además algunas son notas aclaratorias, otras son ampliaciones o divagaciones que igualmente habrían podido tener cabida en el texto, y otras son meras anotaciones bibliográficas. Hay que andar con dos señales, y moviéndose continuamente de un lado a otro, a veces para nada. (Sí, lo confieso, soy uno de esos lectores negligentes que, cuando leen un libro, no corren a la biblioteca para consultar la bibliografía.) Es incomodísimo. Y me temo que no es un caso aislado, sino que es una tendencia que está imponiéndose entre los editores. ¿Por qué? No lo sé. Podría haberse entendido hace cien años, cuando los libros se componían manualmente, pero ahora, con las facilidades que dan los editores de texto, ¿qué problema hay con colocar cada nota donde corresponde? ¿Es que pretenden que leamos primero el texto entero, y después todas las notas de corrido? No tiene sentido. Yo, al menos, me veo incapaz de recordar, después de haber leído todo el libro, a qué hacía referencia cada una de las notas. Sin embargo, si sólo se tratara de esto, no habría escrito esta crítica; para ser justos, es un problema de composición, más achacable al editor que al autor. Pero no, hay más.

Vayamos al contenido. Con la excusa de la tabla periódica, lo que hace el libro, sobre todo, es contar anécdotas. ¿Habla de ciencia? Sí, pero, para mi gusto, se queda corto. No he medido los párrafos, pero la impresión que me ha quedado es que la mayor parte del libro es un "Sálvame" de la historia de la ciencia. Muchas anécdotas tienen poco o nada que ver con la actividad científica de los personajes que aparecen en el libro. Me ha recordado algo que leí hace unos años, y que me pareció, y aún me parece, una aberración. Decía algo así como que para divulgar la ciencia hay que reducir el contenido científico al mínimo, y rellenar con paja. No con esas palabras, claro, pero el mensaje era ése. ¿A alguien le parecería aceptable un consejo semejante para escribir, pongo por caso, sobre política internacional, sobre leyes, sobre historia del arte o sobre fútbol? Por supuesto que no. Entonces, ¿por que con la ciencia sí vale? Estoy de acuerdo con que hay que hacer la ciencia accesible al gran público, pero no creo que sea ése el camino. No olvidemos la navaja de Einstein: "Es conveniente simplificar todo lo posible, pero no más". Esa divulgación científica con mínimo contenido puede servir para vender más libros y más revistas de divulgación, pero no me parece que sirva para despertar el interés por la verdadera ciencia entre los legos y, desde luego, a los científicos nos aburre. A mí por lo menos. El que no sepa nada de ciencia, poco va a aprender así, con el agravante de que va a creer que sabe. Como divulgador, prefiero dirigirme con rigor a un pequeño grupo de lectores interesados que soltar cuatro chorradas para atraerme al "gran público". Tampoco hay que rasgarse las vestiduras porque a un amplio porcentaje de la población no le interese la ciencia. Allá ellos. No desvirtuemos la ciencia para complacerlos, que lo que vamos a conseguir es que los que están realmente interesados deserten.

Como muestra de la profundidad científica del libro, el autor dedica unas páginas, que a mí se me hicieron interminables, al asunto de cuál sea la palabra más larga en inglés. Que debe de ser de indudable interés científico porque en una revista científica se publicó una vez una de las candidatas, el nombre de una proteína formado por la concatenación de los nombres de nosecuántos aminoácidos. ¿Dónde está aquí la ciencia?

Se nota además en el libro un acusado provincianismo estadounidense, por ejemplo en la comparación de la tabla periódica con el mapa de los EE.UU., con los gases nobles en la costa este, los metales alcalinos en la costa oeste y los metales de transición en las grandes llanuras. Es una metáfora útil para el lector estadounidense, no lo pongo en duda, pero no tanto para el lector español, mucho menos ducho en geografía norteamericana. Una metáfora pierde su utilidad si el lector está tan poco familiarizado con la imagen como con la realidad con la que aquélla se identifica. La traducción tampoco ayuda mucho; por ejemplo, Rosie la remachadora debe de ser muy conocida en Estados Unidos, pero yo he tenido que buscarla en Google para saber quien  era. (Sí, al final sí sabía quién era, la conocía de vista, pero no sabía que se llamara así.). Y hablando de la traducción, aunque en conjunto está bien, hay unos cuantos errores garrafales que saltan a la vista, como dejar sin traducir, en mayúsculas y sin artículo, el grado militar Major en un nombre, como si formara parte del nombre propio. Y sobran ciertas explicaciones que pueden ser necesarias para el lector anglófono, pero que para el español no tienen sentido, como explicar que lunático viene de luna, porque luna en latín se dice... luna. Y, a propósito del latín, parece que el autor tiene algún problema personal con esa lengua. A no ser que esté empleando la vieja técnica de los demagogos de rebajarse al nivel mínimo de la audiencia para ganársela mediante el desprecio de todo lo que signifique elevarse sobre ese nivel. Pero no quiero ser malpensado.

Más grave aún que el provincianismo me parece el descarado sesgo chovinista en la selección de las anécdotas: El autor es indulgente con los científicos estadounidenses pero se ceba con los extranjeros. Como muestra, censura extensamente y sin piedad a los científicos que trabajaron o medraron bajo los regímenes nazi y soviético, pero a las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki sólo les dedica una aséptica línea. Y cuando no tiene más remedio que criticar alguna investigación llevada a cabo en los Estados Unidos, nunca olvida destacar el origen extranjero, generalmente europeo, de algún científico involucrado.

¿Y qué hay del contenido realmente científico? Pues deja bastante que desear. Por ejemplo, utiliza exclusivamente el modelo de Bohr de sistema solar en miniatura, superado hace décadas, para hablar de los átomos, y describe un condensado de Bose-Einstein de átomos como un átomo gigante, confundiendo el tamaño con la deslocalización causada por el principio de indeterminación de Heisenberg. El hecho de que no podamos determinar con precisión dónde se encuentra un átomo no significa que su tamaño haya aumentado; de ser eso cierto, podríamos decir lo mismo de los electrones en un átomo. Porque desde hace casi cien años sabemos que los electrones no giran como planetas alrededor del núcleo atómico, sino que su posición nos viene dada por una nube de probabilidad alrededor del mismo; una nube que es tan grande como el propio átomo. Pero el tamaño de esa nube, la región del espacio donde existe una probabilidad no nula de encontrar al electrón, no es el tamaño del electrón.

El autor también patina cuando habla del valor absoluto de constantes con dimensiones como si fueran adimensionales. De una constante adimensional, como la constante de estructura fina, que caracteriza la intensidad de la interacción electromagnética (aproximadamente 1/137), podemos decir que es grande o pequeña en términos absolutos, pero de una constante con dimensiones, como la constante de Planck, no podemos. No es correcto, como hace el autor, decir que la constante de Planck es cientos de miles de millones de veces menor que 1 (o la cantidad que sea, que ahora mismo no la recuerdo). Su valor numérico depende de las unidades en las que lo midamos. Sí, el valor de la constante de Planck es muy pequeño en los sistemas de unidades habituales, pero su valor numérico varía en 19 órdenes de magnitud, o sea, diez trillones de veces, según se exprese en Julios por segundo o en electronvoltios por segundo. Y de hecho, en el sistema de unidades naturales propuesto por el mismísimo Planck en 1899, la constante de Planck vale 1. Puedo parecer quisquilloso, pero, como ya he comentado en mi blog El neutrino, el correcto manejo de las dimensiones es una herramienta matemática potentísima y muy fácil de aprender, y de la que sin embargo se priva a los estudiantes de primaria y secundaria, con las consecuencias que todos conocemos (y no me refiero ahora al libro).

No me quiero extender mucho más en esta crítica, pero no puedo pasar por alto el último capítulo del libro, en la que el autor aborda la presunta obsolescencia de la tabla periódica por el descubrimiento de objetos físicos tales como los superátomos, los puntos cuánticos... El autor induce a confusión en su afán de identificar con átomos lo que no son más que cuerpos que presentan ciertas características de átomos. Un punto cuántico, por ejemplo, es un semiconductor que, entre otras muchas propiedades, tiene transiciones de energía discretas como las de los átomos. Pero eso no significa que sea un átomo, de la misma manera que un grillo-topo no es un topo, aunque se le parezca, y la simulación de una borrasca en un superordenador no es una borrasca de verdad. Este tipo de confusiones es el que llevó hace unos años a la prensa a afirmar que se había creado un mini-agujero negro en un laboratorio de China, cuando lo que realmente se había construido era un metamaterial con ciertas propiedades análogas a las de los agujeros negros. ¿Hay que incluir cualquier cosa que se comporte como un átomo en la tabla periódica? Desde luego que no. Como tampoco necesitamos un permiso de Aviación Civil para instalar un simulador de vuelo en nuestro ordenador.

En fin, que como libro de divulgación no puedo recomendarlo. Pero si te interesan más las anécdotas curiosas que la ciencia, éste es tu libro. Aunque quizá no deberías hacerme caso; debo de estar equivocado, porque incluso la Royal Society de Londres eligió este libro como el mejor libro de divulgación científica de 2010. ¿Por qué lo hizo? No tengo ni la menor idea. Si en todo un año éste fue el mejor libro de divulgación que pudieron encontrar, es para echarse a temblar por el estado de la divulgación científica en este planeta. O por el estado de la Royal Society.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Una lectora nada común (Alan Bennett).


Novela corta (poco más de 100 páginas) en la que se narra la súbita afición que adquiere la Reina de Inglaterra por la lectura y las consecuencias que ello tiene para ella, sus adláteres y su reinado.

No seré yo quien niegue a la lectura un poder transformador sobre las personas, incluso sobre alguien a quien le han inculcado desde pequeñita una manera hierática de actuar, el cumplimiento estricto del deber de una manera por otros diseñada. Pero yo creo que en esta novela, no sé si de manera pretendida por el autor, lo que realmente hace cambiar a la soberana es la adopción de una nueva afición de manera compulsiva. Tanto da si es la lectura, el cine o la natación. Porque no se muestra en el relato un cambio de postura de la reina hacia las ideas políticas, sociales, morales que todos presumimos en tal personaje, sino en su propia consideración, en el nacimiento de un cierto individualismo, incluso egoísmo, en la protagonista, que termina por relativizar su propia y mayestática figura hasta un final que no desvelaré, en función de su “adicción” a la lectura.

Es un relato escrito en tono amable, salvo con respecto a algunos escritores con quienes el autor aprovecha para ajustar cuentas, y su lectura es muy recomendable, pues está bien escrita, es ingeniosa y también es corta, lo que en los últimos tiempos nos cae más que bien. Alan Bennett, su autor, más acostumbrado a los guiones y a las obras de teatro, ha sabido condensar en pocas páginas una historia tan interesante como inusual.

martes, 19 de febrero de 2013

Casa de verano con piscina (Herman Koch).


Resulta que Casa de verano con piscina es la tercera obra de una trilogía de Herman Koch sobre la burguesía europea. La cena fue la segunda, y la primera, increíblemente, no se ha traducido ni publicado en España.

En esta novela, como parece ser que ocurre en las anteriores, se plantea al lector el dilema moral de posicionarse ante una situación límite cuyas alternativas son la venganza, el conformismo o, como mandan los cánones, acudir a la veleidosa justicia.

Es difícil hacer una recensión de la obra sin desentrañar sus claves ni anticipar su desenlace, por lo que no lo vamos a hacer. Sí diremos que trata de las relaciones humanas con sus miserias, que son muchas. Relaciones familiares, en las que muestra la difícil situación paterna frente a unas hijas respecto de las cuales el protagonista se resiste a que se hagan mayores; relaciones conyugales, con episodios de infidelidad gratuita; y relaciones extra familiares, muchas veces forzadas por las circunstancias de la vida y lejos de la amistad, sentimiento casi siempre ajeno a estos “conocimientos” incidentales que se forjan en la edad adulta. También, y quizás sin proponérselo, se pone en evidencia la dificultad de simultanear los papeles de víctima, juez y verdugo, especialmente el segundo de ellos, que requiere de una labor objetiva, meditada y más pausada de lo que la venganza exige. En este sentido, no puede evitar el autor adoptar la posición moral de la que intenta escapar y que plantea como desafío al lector; la sorprendente evolución del argumento le aboca a ello.

La novela está bien escrita y es muy recomendable. Cada una de sus 352 páginas merece la pena, y a pesar de esa extensión, que en muchas buenas obras se nos viene haciendo ya excesiva por lo innecesaria, el ritmo narrativo incita a una rápida lectura. El médico protagonista está muy bien definido, tanto que no genera ninguna simpatía en el lector, como tampoco la suscita la mayoría de los personajes que aparecen en ella, a los que sólo se puede tolerar desde el cinismo que impregna toda la novela y si no se entra en valoraciones sobre su personalidad, su forma de ser o de comportarse.

En fin, como la vida misma.